Yo mochila
Por Francisco Antonio Suing
[Ficción]
Desde mi posición en un rincón, he visto al humano cambiar.
Ideas van y vienen. Acciones buenas o malas llegan a concretarse de una forma u otra. Mientras que anhelos, fantasías y palabras luchan en su cabeza por tener al menos una oportunidad en el mundo real. Conozco al humano desde hace varios años, lo he visto construirse y destruirse tantas veces como estrellas en el firmamento. Pero a pesar de lo mencionado, ahí está aún, lidiando consigo mismo a su manera.
Por mis claras características; yo solo puedo serle útil en situaciones específicas —de alto riesgo e inútiles—. Y así, un viernes a la media noche. El humano llega apresurado, se rasca la cabeza y mira a su alrededor como si pasara lista a todo lo que alcanza a ver. Trae consigo sus botas de caucho en una funda negra las cuales avienta junto a la mesa patoja.
Observo sus movimientos. Pero en cuanto me doy cuenta de la hora y de las botas de caucho; sé que es hora de partir. A través de la nieve recién caída, perforando el duro hielo, abriéndose paso por la escarpada roca, cruzando feroces ríos o bosques tupidos, o luchando contra grandes bestias; ¿quién sabe a dónde marcharemos esta vez? Y así fue. De un tirón me saca de mi escondite, y de una sacudida estoy firme para recibir las cosas del humano. Todo esto mientras una nube de polvo se levanta de mis costuras y envuelve su olfato. El humano retrocede, estornuda con suma violencia un par de veces y con la misma fuerza exclama un rosario de blasfemias en busca de un rápido alivio.
En la mesa patoja se despliegan en fila, como pequeños soldaditos listos para cumplir con la orden superior, una serie de artículos que se me hacen familiar. A muchos los he llevado en más de una ocasión, siempre persiguiendo aquella brutalidad —disfrazada de obsesión— del humano.
El humano aprecia sus cosas. Muchos artículos tienen más de una historia que contar, y un par de artefactos son casi tan viejos, raros, y toscos como él. Con la ayuda de una borrosa lista mental, el humano selecciona cada artículo a llevar, pero siempre hay algo que se olvida, —la funda de dormir, por ejemplo.—
A juzgar por la indumentaria, parece que iremos bien largo, pero no muy alto. A juzgar por la comida, de seguro serán más de dos días. A juzgar por el calzado especializado pero simple, sé que cruzaremos por lugares poco explorados por otros humanos—otra vez—. Y a juzgar por el equipo que falta, es probable que hayan más humanos inmiscuidos en este negocio.
Recibo los artículos que el humano me encomienda con sumo cuidado. Uno encima de otro, el humano acomoda como mejor queda; a veces por intuición, otras veces por comodidad, u otras veces al ojo, pero todo debe caber a la primera. Una hora después, paso de ser una triste mochila olvidada y desanimada en un extremo de la habitación, a ser una rebosante mochila que se mantiene en pie con cierta dificultad en el suelo a la vista y admiración del mundo.
El humano procede a dormir unas pocas horas.
En la madrugada, el humano llega apresurado y perfumado. Con otro tirón, estoy en la espalda del humano y este apresura el paso. La bendición de su madre vela nuestros pasos. En su mano izquierda empuña un palo de eucalipto de metro y medio que utiliza para espantar a los perros, o para ayudarse en la marcha. Cruzamos la agitada civilización. La gente se admira al vernos. Con varios empujones subimos y salimos del bus popular, por suerte uno no paga pasaje. Llegamos al punto de encuentro. El humano saluda con otros humanos. Las risas y seudónimos llenan la atmósfera.
Llegamos al transporte oficial para esta ocasión—el 4x4—. De reojo logro divisar otras mochilas igual de rebosantes. Parecen ser conocidas. Y en efecto, con estas mochilas ya nos hemos perdido en previas expediciones. “¿Qué te tocó traer?”, le pregunto con tono burlón a la más alta. “La carpa de dos plazas y las ollas de inducción y el gas.”, me responde. “¿Y a vos?”, continúo interrogando a la siguiente. “La dichosa cuerda y suficiente comida para alimentar a una legión; otra vez.”, protesta la última.
Apunte golpes y empujones nos acomodan en la parte trasera del 4x4. En el camino vamos saltando y cambiando de lado según las piedras y baches que acechan las llantas del Trooper. Curva aquí y curva otra vez más allá. Sube con cautela por aquí y baja embalado más allá. La travesía por la selva de concreto devora parte de la mañana.
Durante los siguientes días, de sol a sol, los humanos marchan sin descansar. Cruzamos por exuberante vegetación, inocentes riachuelos e impetuosos ríos, infinitas planicies e imposibles montañas. A veces los humanos pierden el camino a seguir, pero luego lo encuentran de nuevo. Los retos que aparecen al andar llevan a la balanza la experiencia y temple del grupo. Cuando encuentran un lugar adecuado; los humanos comen, beben y ríen. Al caer el cobijo de la tarde buscan donde levantar la carpa para poder pasar la noche. La repentina lluvia los apresura. Y el cansancio de la jornada se refleja en el profundo sueño bajo la luna llena.
Al siguiente día nuestra carga es mucho más ligera. Dejamos atrás el campamento. Los humanos se mueven con agilidad entre la nieve y grandes paredes de roca. Ascienden cada vez más y más con cada paso, como querer encontrar aquel lugar en medio de las nubes que está reservado para unos pocos hombres. Continúan. Pero se detienen en el epicentro de su búsqueda, en el origen de sus ideas, en el fin de sus argumentos. El camino para los simples mortales llega a su fin. Ahora el mundo yace a su alrededor con todo su caos y esplendor. Al parecer han llegado a su esquivo destino. Celebran. Comen, beben y ríen otra vez.
Al tercer día regresan siguiendo sus efímeras huellas. Y al final de la jornada, al menos por esta vez, es hora de volver a casa. Lunes medianoche. Llegamos con el humano a casa. Reposo sobre la mesa patoja. Observo al humano; se refriega los hombros, y frente al espejo mira los cambios en su cansado rostro.
Al siguiente día veo al humano descansar sobre una silla en medio del patio bajo el mismo sol. Pero sumido en un profundo silencio; veo como este lucha por aplacar la ira de los miles de pensamientos que en su imaginación parecen querer gritar en busca de una explicación, de una razón, de un motivo para no sucumbir... Pero sin éxito alguno, es tarde ya.
El humano observa con atención sus manos y pies, una y otra vez. Noto intriga con tintes de preocupación y resignación en su esquiva obsesión; su propia vida.
Desde mi posición en un rincón, veo al humano envejecer.